Habíamos viajado toda la noche en el camión de Walter, un buen hombre, totalmente loco, de Bahía Blanca que nos levantó en Caleta Olivia y que, según nos contó, esporádicamente sufría ataques de pánico. Por eso se empastillaba cada cierta cantidad de horas. Creo que eran ansiolíticos o antidepresivos, ni idea. Encima se venía durmiendo. Yo no sabía de qué más hablarle.
En fin, Río Gallegos estaba absolutamente gélida aquel día de principios de diciembre. Incluso nevó un poco esa mañana. Nos tomamos unos mates con unas galletas en la YPF donde Walter nos dejó, pero el frío no se iba con nada. Fue nuestra bienvenida al clima de la Patagonia real. Claramente todavía no habíamos hecho nada de aclimatación.
La Ruta 3 desde el camión de Walter, atardeciendo al sur de Santa Cruz, tipo 10 de la noche. |
Toda la mañana estuvimos preguntando a toda la gente si iba para la isla (Tierra del Fuego) y si nos podían llevar. Nadie iba, o si iban no nos podían llevar porque decían que se les iba a "complicar" en la frontera. Explicación que nunca entendí; pero allí seguíamos, tranquilos, viendo qué hacer para seguir hacia nuestro objetivo.
El día pasó sin que nada pase; comimos como se debe en un parador en las afueras de la ciudad que, al menos durante una hora, nos protegió del viento, el frío helado y la nieve que apenas caía. Y fue ahí cuando descubrimos que estábamos cerca de la terminal, fuimos y nos encontramos con un gran lugar en el cual refugiarnos. Queríamos solamente estar echados un rato en un sitio lugar donde no hiciera frío e incluso poder dormir un poco. La terminal era todo eso.
Ahí mismo averiguamos acerca de opciones para ir a Río Grande (donde nos esperaba nuestro amigo el Gringo Baldo) y supimos que todos los días, pero a las 8 de la mañana, sale un colectivo que pasa la frontera de Chile, cruza a la isla por el estrecho de Magallanes y va hasta Río Grande. Así que no teníamos más opción que viajar al otro día y dormir, claramente, en la misma terminal. Dicho sea de paso, gran, gran lugar para dormir.
Mientras nos contaban que Córdoba era un infierno social y climático (estaban ocurriendo los saqueos de aquellos 3 y 4 de diciembre de 2013), nosotros en Río Gallegos nos sentíamos adentro de un freezer, congelados hasta los huesos, con sueño y hambre. Dormimos en las bolsas de dormir en esa gran terminal que nos salvó la vida. Durante todo ese día y noche no asomamos la nariz afuera y, al otro día temprano, salimos para Río Grande, hacia la recóndita isla de Tierra del Fuego que tan lejos parece estar, caída del mundo allá abajo, agarrada de América con una uña.
Estrecho de Magallanes |
En el camino, la estepa y la pequeña mata como único paisaje ya eran una constante. Recuerdo que llovía. Hicimos los trámites para pasar a Chile por Monte Aymond (los chilenos, complicados como siempre en las fronteras y demás). El colectivo subió a la balsa y ahí estábamos, cruzando el gran Estrecho de Magallanes en el agitado oleaje de aquellas heladas aguas, mientras delfines y toninas nadaban al lado. Me sentía llegando a los límites de todo, como si fuera la primera persona de la historia en descubrir todo eso. Una sensación increíble.
Pisamos la isla y seguimos, por el chileno camino de ripio, hacia San Sebastián, para volver a tierra argentina y estar por primera vez en mi vida en la última provincia que me faltaba pisar: Tierra del Fuego, lo último de lo último, o lo primero, dependiendo desde dónde se vea el mundo. Ya estaba en el extremo de la Tierra y de este viaje, a más de 3200 kilómetros de mi casa y siguiendo. El paisaje ahora se hizo más "cordillerano", o más bien serrano, montañoso y sinuoso. Son Los Andes fueguinos, en los que se pueden ver miles de guanacos y ovejas.
Ya en territorio argentino de nuevo y fueguino por primera vez, en unas dos horas más después de la frontera, estábamos llegando a Río Grande, la ciudad industrial y productiva de la isla. Chata y ventosa, gris pero con su identidad y expresiones culturales; y fría, para qué aclararlo.
Nacho y el Gringo, andando la estepa fueguina |
Acá ya casi no había noche. La luz se terminaba de ir a plena medianoche, y a las tres horas ya se veía que aparecía el primer rayo del otro lado, sin terminar nunca de irse el sol. Acá nos esperaba nuestro gran amigo el Gringo Baldo, con el que nos reecontrábamos después de un año y medio más o menos, si mal no recuerdo. Acá empezaríamos a llegar a nuestro destino final del viaje y, ah, cierto, además estábamos a punto de recibir una noticia tremenda...