lunes, 19 de marzo de 2012

Al Chaco y Corrientes en camión

Me desperté temprano para irme de Vera. Desayuné con Mónica y su hija, que respectivamente se iban a trabajar y al colegio, y me despedí de ellos, por supuesto muy agradecido.

Llega el momento de partir otra vez, pero esta vez sé que será especial. Me meto de nuevo por las calles de tierra, ahora con las dos mochilas encima. Está amaneciendo, despejado y fresco, y ya se ven los campos de alrededor del pueblo. Cubro las 20 cuadras que hay hasta la Ruta 11 y hasta la Shell, y lentamente empiezo mi trabajo de hormiga de buscar algún camión. Acá pasan miles por día y dicha estación es parada obligada.

Después de cuatro o cinco intentos fallidos, no había pasado ni media hora que ya estaba encima de uno que iba hasta el Paraguay. Generalmente las empresas de transporte ya no dejan a los camiones llevar gente. Miguel, el camionero que me llevó a mi, obviamente hizo silencio ante sus superiores y se convenció de llevarme por gran solidaridad pero también, básicamente, por mi cara de perro mojado y porque yo tenía mate. Este último factor es absolutamente elemental y decisivo, y yo lo sabía bien.

Resistencia


Mi felicidad era completa y se trataba de un favor mutuo. Realmente el del camionero es un trabajo muy fuerte y lo pude percibir claramente ahí arriba, en esa pequeña cabina.


En unas cinco horas hicimos los 350 kilómetros que hay hasta Resistencia, ahí me bajé en la ruta y caminé hasta la terminal. El sol del mediodía de Chaco pica que da miedo. Después de buscar una hora, conseguí un colectivo urbano que me llevara a Corrientes. Cruzamos el absolutamente monstruoso Río Paraná, monumento colosal de la naturaleza del litoral, y ya estoy bajo cielo correntino, en la capital de la provincia y el chamamé.

Cuando me bajo, después de preguntarle al chofer, camino hasta el Mercado El Piso, del cual me pasaron el dato de unas combis que van a Santo Tomé, pero estaba cerrado. Entonces me dí cuenta del terrible hambre de las tres de la tarde que tenía, y almorcé ahí mismo, por $12, unas empanadas que eran un poco más chicas que un llavero.


Mi compañera


Para hacer tiempo salgo a seguir caminando por ese barrio, buscando algo o alguien. Llegué a una plaza y ahí me quedé en el pasto unas dos horas hablando con Andrea, la señora encargada de la limpieza del lugar desde hace ocho años. En eso cae Antonio, un señor viejo de canas largas que junta botellas de plástico en varias bolsas para venderlas, y se suma a la charla haciendo gala de una gran sabiduría. Ellos me cuentan de Corrientes y me preguntan sobre Córdoba.

Al tener que irme, les agradezco la compañía y les ofrezco sacarnos una foto como recuerdo. Antonio me dice, "el mejor recuerdo es la charla que acabamos de tener", saluda y se va cargando las botellas. No tuve nada que decirle mejor que el silencio.


La plaza en Corrientes y Andrea trabajando.


Después de eso doy un par de vueltas más y me vuelvo al mercado buscando las combis: resulta que no hay más en lo que resta del día. No queda otra que ir a la terminal y ver qué pasa con los colectivos y el paro nacional. Voy en un urbano porque queda lejos. El cansancio ya me pesa pero mi objetivo de llegar esa noche a Santo Tomé (frontera con Brasil) no cambia ni un poco.

Si bien la medida estaba anunciada, la terminal es un mundo de gente exigiendo viajar, pero los muchachos del gremio de la UTA (el que está de paro) tienen la manzana rodeada: están por todos lados controlando que nadie salga y, está claro, son capaces de cualquier cosa. Charlando nos llega el comentario de que le prendieron fuego las cubiertas a un colectivo de la empresa Río Uruguay que estaba por salir igual. En ese momento yo pienso: no vamos a creer todo lo que dice "la gente" (Mirtha dix it), con lo exagerada que es.

El "Crucero del norte" que, junto con unas diez personas, yo quería tomar a las 18 hs, está estacionado, medio escondido, en una calle de tierra del costado. Justo cuando estoy llegando veo que hace marcha atrás y se empieza a ir. Los muchachos del gremio, camuflados en las esquinas, lo ven y, a los gritos, salen en autos y motos con la lanza a buscarlo.

En treinta segundos, igual cantidad de tipos rodean el colectivo y, con golpes a los vidrios y piedras, amenazan al chofer diciéndole de todo menos "lindo". Otros dos o tres se bajan de un auto, abren el motor por atrás y cortan las mangueras de agua. Todo está perdido por ahora. El chofer decide salir después de las 12 de la noche, hora en la que se levanta el paro. No hay otra: viendo lo que pasó y conociendo a la gente sin cura, tumor maligno de nuestros pueblos, yo prefiero lo mismo. Se van en sus autos y motos insultando no solo al chofer, sino a toda la gente también.

Ahora, a aguantar entre todos los que estamos ahí, ya en medio de un buen clima, pura risa y sarcasmos para poder tragarse la bronca y esperar que se hagan las 12. Parecíamos Sabina, y al últimos éramos una familia nueva comiendo juntos y charlando de la vida. Al colectivo le arreglaron las mangueras... y salió.

Todo esto me pasó en un solo día o menos. A seguir viaje que a eso de las 5 de la mañana ya me espera mi querida prima Sandra en Santo Tomé (frontera con Brasil).

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